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IMPOSIBLE VIVIR EN EL CENTRO

Busco piso con mi novio en Sevilla y es imposible por culpa de AirBnB

Vivo en un piso de 40 metros cuadrados y una sola habitación en el centro de Sevilla. No está mal, salvo que el techo es tan bajo en algunas zonas que, de tanto en tanto, voy por la vida con un chichón. Otro inconveniente es que mi única ventana exterior da a una plaza preciosa llena de naranjos, por eso lo alquilé. Pero el asunto es que esa plaza está atestada de veladores.

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La clientela de los bares no es el incordio, sino los músicos callejeros que, atraídos por ella, destrozan cada día canciones bajo mi balcón, mientras yo intento trabajar en el salón.

Está el jamaicano que tararea Bob Marley, el flamenquito que aporrea una guitarra con cuatro cuerdas y desafina por Camarón, el rockero trasnochado que ha conseguido que aborrezca el Wish You Were Here de Pink Floyd…

Hace unos meses, mi novio se vino a vivir conmigo después de decidir que era absurdo pagar dos pisos si, de todas formas, ya dormíamos siempre juntos. La convivencia es muy buena, pero no es cómoda teniendo en cuenta que yo trabajo en el salón, el mismo sitio donde él duerme la siesta o donde desearía ensayar con la guitarra.

Así que, decía, escribo en el salón, almuerzo en el salón, veo pelis en el salón y en verano también duermo en el salón, que es la única estancia que tiene aire acondicionado.

Decidimos que era impepinable lo de mudarnos a un sitio más grande y una calle más tranquila una tarde en la que tenía yo que entrevistar por teléfono a Irvine Welsh, el autor de 'Trainspotting'. Entre su acento endemoniado y el ruido, no me enteré de nada de lo que me contó.

En la grabación de la llamada se escuchaba la voz destemplada de un músico de la plaza, un perro ladrando, la respiración profunda de mi chico, en plena siesta durante la charla, y el murmullo de la gente de los bares.

Era casi imposible transcribirla y, después de buscarme a un escocés para que me socorriera, pronuncié aquello del cuarto propio de Virginia Woolf con el acento de la niña del exorcista.

Ahí empezó nuestra búsqueda: un piso céntrico de al menos dos habitaciones, exterior, a ser posible con una terracita para que la freelance de la casa pueda sentir el aire en su cara en algún momento del día y poco más. Máximo: 650 euros. 700 si fuera la casa de nuestros sueños.

Nos da igual que no tenga ascensor, que el suelo sea feo... “Ya lo adecentaremos”, nos decimos.

Aquello fue en marzo y estamos ya en agosto. Hemos peinado todo el mercado inmobiliario local. ¿Qué hemos encontrado?

Cri. Cricrí.

He escuchado a varios amigos señalar en diversas ocasiones que Sevilla es algo así como la Barcelona del Norte de África. La expresión me hacía gracia al principio y es cierto que esta ciudad está a punto de caramelo, que su actividad cultural vive días de ebullición y que ha salido de su tradicional ensimismamiento para ponerse de un moderno tremendo.

Pero algunos escuchamos Barcelona y nos echamos a temblar: en Sevilla también estamos siendo aplastados por una alfombra roja por la que pisa el turista. Los precios son más elevados en las terrazas, se ve venir el fin de la autenticidad en los barrios más céntricos y cada vez tenemos más tataki de atún y menos adobo en nuestros restaurantes.

Pero, sobre todo, asistimos, también aquí, a la marcha imparable de AirBnB y de otras webs de alojamiento y economía colaborativa, un tema sobre el que muchos hemos tomado posiciones (genera empleo ilegal, desplaza al ciudadano del casco histórico… o sea, que nos parece fatal) pero después mira qué buen apartamento alquilamos en plenito centro de Berlín esta Semana Santa.

Tengo un amigo que, de rebote, acabó encargándose de un piso cuyos dueños habían destinado al alquiler vacacional. Cuando vio la rentabilidad que les sacaban, el dinero fácil que suponía este negocio, decidió que él haría lo mismo por su cuenta. Alquiló un piso, lo puso mono con cuatro cosas del Ikea y lo subarrendó. Al tiempo, Carlos y su pareja decidieron embarcarse en un tercer inmueble. Misma jugada, más pasta. Ya tienen una persona para que los limpie. Sólo se encargan de la gestión. Por eso ellos están estos días en Tailandia y yo en Lepe. Antes de su viaje, les hice unas preguntas:

P.- ¿Tú esto éticamente cómo lo ves, Carlos?

R.- Pues, mira, bien. Ya es legal hacerlo con pisos alquilados. Si hasta lo ponen los propietarios en las webs de alquiler: “Se permite subarrendarlo para alquiler vacacional. Gran rentabilidad”.

P.- Bueno, eso no es así del todo. Pero, en fin, dime, ¿crees que es imparable?

R.- Creemos que es una burbuja… lo que pasa es que mientras podamos sacar tajada, pues lo vamos a hacer.

P.- Pepe y yo no encontramos piso en el centro. Está todo muy caro o muy viejo y, con frecuencia, muy caro y muy viejo.

R.- Pues os tendréis que ir a otra zona como está haciendo todo el mundo. ¿Has mirado en Miraflores?

P.- Está muy caro ya también. Será el siguiente barrio en gentrificarse.

R.- Pues, yo qué sé, Pinomontano. [Pinomontano es un barrio que queda lejos del casco histórico y que no me interesa para nada].

P.- Pero es que no queremos vivir en Pinomontano, la verdad.

R.- Pues es lo que está haciendo todo el mundo.

Los medios locales ya se han hecho eco de este problema creciente. Hay menos casas y son más caras. Incluso las promotoras que edifican obra nueva en el casco histórico ya plantean apartamentos que serán vendidos a inversores para su uso turístico.

El alquiler medio en Sevilla, leo en un estudio del portal Fotocasa, alcanzó esta primavera los 684 euros (un 9% más que el año anterior) para pisos de 70 metros cuadrados y dos habitaciones. Más o menos lo que yo busco: sólo que por 684 lo que he encontrado son casas deprimentes, cuevas, o verdaderos viajes a 'Cuéntame', con cocinas como del Museo de Artes y Costumbres Populares. La distancia con el resto de la ciudad (571 euros de media) evidencia la gravedad del asunto.

Ya desesperado, mi chico se ha planteado la opción de comprar. Hemos fracasado igual. Asun, una pésima agente de una inmobiliaria o promotora (no nos lo deja claro) con la que hemos tenido la mala suerte de topar, nos confirma que en la promoción que trata de vendernos se han planteado numerosos apartamentos de una sola habitación pensados para su explotación turística, un alquiler que puede superar en cuatro veces al tradicional.

El negocio es goloso, desde luego. Miro a los próximos años y veo una Sevilla sin sevillanos. Una Alameda convertida, como la Gran Vía y otras calles emblemáticas de Madrid, en un centro comercial.

Cuando todo sean Starbucks, tiendas de Inditex y otros tantos no lugares, cuando la dictadura del tataki haya matado al plato de caracoles, cuando a los balcones sólo se asomen japoneses para preguntarse por qué diablos han viajado a la otra punta del mundo para cruzarse sólo con sus propios paisanos… quizás nos demos cuenta de que hemos saboteado nuestro valor turístico.

Y nosotros seguimos sin piso, con los mismos problemas que teníamos hace unos meses. Y como nosotros, muchos sevillanos más. Algunos han sido invitados a marcharse de sus casas porque los dueños querían sacar más dinero de su propiedad reconvirtiéndola al turismo; otros, han huido por su cuenta porque no aguantan el jaleo de los vecinos ocasionales, que vienen a divertirse y suelen salir poco silenciosos.

No sé cómo se puede atajar esta transformación. No tengo la solución, pero me apena muchísimo pensar en cómo el centro de mi ciudad escupirá a sus habitantes de aquí a unos años, en pasearlo pensando, como ocurrió en Barcelona, que “Bye, bye, Sevilla”.

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