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Los gimnasios son parques de atracciones para cuarentones

Becaria habla con sarcasmo sobre cómo los gimnasios se han convertido en geriátricos para personas de 40 a 65 años.

Dos personas en un gimnasio.

Dos personas en un gimnasio.Pixabay

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Sin importar la hora a la que se vaya, los gimnasios han mutado a geriátricos para personas de 40 a 65 años. El culto al cuerpo en la madurez es el prólogo de la prejubilación, y el club deportivo un parque de atracciones de cintas de correr y mancuernas, uno de los pocos sitios donde la gente de más de cuarenta castañas tiene la capacidad de sentirse en forma y sexy, y pasar un buen rato entre iguales.

Pero los gimnasios son la exaltación de la excentricidad, un escenario donde cada cual interpreta su papel sin importar la escena si al sudar la gota gorda un guiño aprieta, que también rima con el ridículo del culto al cuerpo, con la obsesión por mejorar el culo, el vientre y los brazos colganderos, concentrando todos los complejos posibles en un mismo espacio.

La gordofobia entra en conflicto con pillar un kilo de más y convertirte en eso que tanto odias, ideas insufladas por monitores en su afán de motivar haciendo mención a los rollitos de la cintura, los colgajos de las pantorrillas y la puesta a punto para la playa, entre clases de spinning y de tonificación con pesas al ritmo de reggaetón y trap, generando un ambiente entre bar de copas nocturno y tómbola de feria, porque la chicha sin ritmo no golpea lo mismo.

La vida fit, la filosofía Motomami a estas edades y en estos grupos suburbanos de edad avanzada que ya lo han dado todo en la época de la EGB, del aeróbic televisivo con Eva Nasarre, de la codeína para los catarros y la heroína como sustancia recreativa, es entendida como un gramo de coca el sábado y cinco gramos menos de lorza por semana en la bici de las salas de la tortura con un superávit de culos de cuatro quesos y a la barbacoa del sábado con remordimientos sobre sus sillines. Pesan los kilos de los precocinados, pero más les pesa la conciencia: “¿Por qué me drogaría yo tanto con aquello?”.

Con vergüenza no hay paraíso. A mayor edad, más ganas dan de alejarse de ellos corriendo. Los gimnasios son el lugar con más flipados con camisetas de tirantes y sudor invisible, y más bocas operadas por metro cuadrado. Es la segunda oportunidad de una vida machacada. Conviven calvas, tupés, tatuajes erosionados por el paso del tiempo, cejas como hilos y labios remodelados con ácido hialurónico. Entre ellos no comparten nada, pero todos tienen en común lo mismo: relacionarse sudando lo menos posible, un huevo colgando y el otro, lo mismo.

Hacer vida social con los iguales, compartir cafés de máquina de cincuenta céntimos y, en un alarde de compañerismo y romanticismo, tuppers de arroz blanco semanas previas a la carrera de San Silvestre, y alguna que otra rosa roja en el coxis cuando el amor en la segunda edad avanzada aprieta. Nada apunta a que esto vaya a cambiar, sino más bien a multiplicarse como chinches en un colchón del camino de Santiago; las tablas de bíceps, tríceps y nalgas han ganado, y los escarceos en la tercera juventud, han explosionado.

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