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EL CINE CARRETAS ERA, POR EJEMPLO, EL CUARTO OSCURO DE MADRID

Lavabos, cines y vagones de Metro: Así ligaban los gais en el Madrid del franquismo

El próximo sábado, Madrid se convertirá en la nueva sede del World Pride 2017, la edición mundial de la manifestación del Orgullo Gay. Con motivo de la celebración, conviene recordar aquella otra ciudad en la que ni los homosexuales lo tenían tan fácil para ligar ni eran igual de bien recibidos.

-El dictador Francisco Franco, durante una cacería con sus ministros

El dictador Francisco Franco, durante una cacería con sus ministrosGetty Images

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A juzgar por un informe de 1952 sobre la moralidad pública en España, Madrid, incluso durante la dictadura, nunca fue del todo extraña al amor entre las personas del mismo sexo.

En la capital, recogía dicha memoria, la homosexualidad parecía “bastante extendida, disimilada bajo apariencias de establecimientos básicamente de lujo, habiendo ocurrido algún caso escandaloso que no es preciso señalar por la publicidad que tuvo.”

Así, al contrario que en Almería, donde según el delirante informe, los homosexuales no eran “corrientes”, en Madrid ocurría lo mismo que en Sevilla, ciudad en la que se observaba “un creciente y descarado aumento” de éstos; o que en Valencia, donde la homosexualidad existía “en una cantidad apreciable, arraigada en personas de todas las edades y clases sociales”.

Madrid, escribió una vez Benito Pérez Galdós, ha sido siempre naturalmente democrática, incluso en los peores años de su historia la ciudad se las apañó para dar cobijo a los diferentes.

El cine Carretas, cuarto oscuro del franquismo

En Madrid, el mayor aliviadero de estos placeres ocultos del nacionalcatolicismo estaba situado, paradójicamente, a solo unos metros de la Dirección General de Seguridad y sus calabozos, donde muchos homosexuales dieron con sus huesos después de ser pillados ‘in fraganti’ por los grises.

En el número 13 de la calle Carretas, en el local que ocupa hoy un bingo, se encontraba, en efecto, el cine de igual nombre. Inaugurado en 1935, el cine Carretas, primero un bazar, fue un verdadero templo gay; de ahí que se le conociera como ‘La Catedral’, puesto que la mayoría de homosexuales iba a la sala a “confirmarse”. Allí muchos aprendieron a ligar, mantuvieron sus primeras relaciones sexuales y, sobre todo, supieron que no estaban del todo solos.

En ‘El látigo y la pluma’, Fernando Olmeda describe así el sórdido ambiente que se respiraba en el interior del cine, al que llama “cuarto oscuro del franquismo”.

“Al entrar por primera vez se sentía un cierto desasosiego. Golpeaba en la nariz un espeso y rancio olor. (…) En los asientos, labrados y de terciopelo rojo, no faltaban restos acumulados de innumerables eyaculaciones”.

“En las filas delanteras, estaban las ‘pajilleras’, y en el pasillo central los ‘chaperos’. Dicen que un parroquiano situado en la última fila se encargaba de bautizar al recién llegado con una felación gratuita. Era la zona conocida como ‘la lavadora’”.

Otros cines de Madrid en los que los homosexuales encontraron refugio fueron el Postal, el Ideal y el Alba, pero ninguno gozó de la popularidad del Carretas. Allí situó Joaquín Sabina a su ‘Juana la loca’, el hombre casado y con hijos que un día, “después de toda una vida sin poder sacar las plumas”, se pintaba la boca y se echaba a las calles de Madrid con tacones y bolso. También aparece el cine en una escena de la película “Navajeros”, de Eloy de la Iglesia.

La milla rosa

La afluencia al cine Carretas fue tal, que las calles aledañas se convirtieron en un verdadero reducto homosexual. Antes que Chueca, fue esta zona la preferida por los gays. En la calle Victoria, por ejemplo, se encontraban unos populares billares frecuentados por los chaperos y sus clientes, y como la salida del Carretas daba a la de Espoz y Mina, el pasaje de Matheu, que conecta ambas, se convertía en una auténtica fiesta después de cada sesión de cine.

También había mucho ambiente en el pasaje subterráneo que conectaba la plaza de Canalejas con la Carrera de San Jerónimo. Concretamente, frente al escaparate de una zapatería llamada ‘Los guerrilleros’.

En 1995, el cine Carretas cerró para siempre sus puertas, aunque hacía ya muchos años que había perdido su “función social”. Tomadas hoy por los pubs irlandeses, los calamares y las patatas bravas, fueron estas calles a espaldas de la Puerta de Sol las primeras en las que pudo respirarse cierta libertad.

Maricón rico, maricón pobre

Como recogía el informe antes citado, la homosexualidad en Madrid estaba arraigada en todas las clases sociales. Según se tuviera o no dinero, había, sin embargo, dos ciudades muy distintas, que se correspondían, a su vez, con dos tipos de homosexual muy diferentes. Dice un popular chiste, homosexual es el que tiene dinero, y maricón el que no. De la misma manera, no era lo mismo ser gay en el barrio Salamanca que en Vallecas.

Los homosexuales con parné, para empezar, solían disponer de una segunda vivienda a la que llevar a sus amantes. Otras veces preferían viajar a Salou o Sitges o, directamente, exiliarse al extranjero, aunque había en Madrid algunos bares como el Oliver o el Vendôme donde el “pecado nefando”, el “extravío sexual” o el “vergonzoso vicio”, sinónimos que se dio a la homosexualidad en la dictadura, pasaban por dandismo al cruzar la puerta de estos exclusivos lugares.

Baños públicos y vagones de Metro

Los homosexuales más humildes, por el contrario, se veían arrastrados a las partes menos nobles de la ciudad. Aparte del cine Carretas y los aledaños de la calle Espoz y Mina, solían emprender sus conquistas en los baños públicos, siendo los favoritos de entonces los de Tirso de Molina, los de Sol, los de los Sótanos de la Gran Vía o los de la estación de Atocha.

También en el último vagón de la línea 2 de Metro, aunque en unos y otros sitios uno siempre se arriesgaba a ser sorprendido por los vigilantes. Muchas veces, estos actuaban como gancho.

En ocasiones, da la impresión de que si algunos homosexuales se arriesgaban a maquillarse y sacar las plumas en plena vigencia de la ley que los condenaba, tal vez fuese con la intención de adornar los desangelados lugares en los que tenían que juntarse.

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