Liopardo
Oseas, el Richard Gere de la Biblia
Oseas, el Richard Gere de la Biblia

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La historia de Oseas, profeta con nombre pijo donde los haya, es de película. Este buen hombre vivía en el reino de Israel, y estando un día tan tranquilo, y tal como nos cuenta él mismo en mi libro sagrado, le sorprendí con esta orden: “- Cásate con una prostituta, y engendra hijos de prostitución, porque esta tierra se ha entregado a la prostitución y se ha apartado del Señor.” Sí, hijos míos, eso le dije. Ya sabéis que yo no tengo nada contra las mujeres de la vida, más popularmente conocidas como putas. De hecho, cuando bajé a la Tierra era muy famosa mi afición a rodearme de pecadores y pecadoras, y preferir su compañía a la de otras personas más virtuosas. Así que, antes de que se rodase Pretty Woman, ya había adelantado yo el guión en el libro de Oseas. Mi profeta me obedeció y se casó con una prostituta, una mujer llamada Gomer, que le dio un hijo, al que indiqué que pusiese por nombre Jezrael, pues le dije que “rompería el arco de Israel en el valle de Jezrael”, es decir, que acabaría con el reino de Israel. Oseas no me objetó nada, pero no debía estar muy contento teniendo que casarse con una trabajadora del sexo y encima que su hijo llevase un nombre asociado a la futura destrucción de su pueblo, que yo le acababa de revelar. Seguro que en su aldea le miraban raro. Al menos se lo pasaba bien con Gomer, y ésta pronto quedó embarazada de nuevo y dio a luz a un hija, a la que ordené que pusieran de nombre “No-compadecida”, explicándole que era porque no me compadecería más de Israel y sí en cambio de Judá, reino vecino al sur de Israel. Es que en aquel tiempo mi pueblo estaba partido en dos, como Podemos. Otra vez Oseas no dijo nada, pero supongo que no debía estar dando saltos de alegría. Y la pobre niña cuando fuese al colegio y pasasen lista, tampoco. Por mucho menos de eso se han provocado terribles traumas infantiles. Entre su nombrecito y la profesión de su madre la pobre no lo debía pasar nada bien. Volvió a concebir Gomer, y dio a luz a un hijo, al que por supuesto también bautizé: le puse otro nombre aún peor: “No-mi-pueblo”, y les dije a los felices papás que ellos ya no eran mi pueblo ni yo su Dios. Llegados a este punto, Oseas debía pensar que era el profeta más pringado de toda la Biblia, pero no me rechistó. Siguió con su vida, dándole al tema con Gomer, y llevando a sus pobres hijos al colegio y al psicólogo. Al final me dio un poco de penilla y para consolarle le auguré que a pesar de todo los israelitas acabarían siendo tantos como la arena del mar, esas cosas que digo yo, como cuando le prometí a Abraham que los suyos serían tan numerosos como las estrellas del cielo. Eso fue antes de gastarle la bromita con su único hijo Isaac, si recordáis. No se lo cargó de milagro. Volviendo a Oseas, para que terminara de animarse, le hablé otro día y le ordené que buscase otra mujer: “-Anda otra vez y ama a una mujer querida por su esposo y sin embargo adúltera. Porque también el Señor ama a los hijos de Israel, aunque ellos se vuelven a otros dioses y gustan de las tortas de uva.” Sí, ahí estaba yo, el mismísimo Dios, incitando a un pobre hombre a cometer adulterio, el peor de los pecados del Antiguo Testamento. Un pecado castigado con la lapidación en las páginas de la Biblia. Y Oseas, que en este momento ya debía pensar que yo era un auténtico depravado, tal y como cuenta en su libro, me obedeció: “Yo la adquirí por quince monedas de plata y por una carga y media de cebada.” ¡Le salió baratísima! A mí Judas me vendió por el doble. Pero no, no penséis que me había vuelto loco. Todo esto lo hacía para simbolizar que ahora Israel era una ramera que me ponía los cuernos con otros dioses, y que por eso la iba a destruir e iba a caer en manos de los asirios, como así ocurrió. Son historias edificantes de la Biblia, yo no tengo la culpa si ésta os ha parecido un poco fuerte.
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