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VISITÉ EL BARRIO DE LOS PAJARITOS, EN SEVILLA

Es verano en el barrio más pobre de España

Bajo la canícula sevillana, recorremos Los Pajaritos, que ha vuelto a quedar primero en el ranking de la miseria nacional. Las noticias hablan de narcotráfico, crímenes, droga y desempleo. Pero allí hay también reside un vecindario orgulloso, trabajador, cansado de que le estigmatice y harto de padecer el olvido de las administraciones

-Vecinos de Los Pajaritos, Sevilla

Vecinos de Los Pajaritos, SevillaEspejo Público - Antena 3

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Tengo la tensión por los suelos y estoy caminando por la calle Cigüeña, en el barrio de Los Pajaritos de Sevilla. He elegido probablemente el peor día de verano para visitar, por segunda vez en mi vida, una de las zonas que menos conozco de mi propia ciudad. El barrio más pobre, dicen las estadísticas de los últimos años, no sólo de la capital andaluza, sino de todo el país.

“¿Vas a ir sola?”, me han preguntado unas amigas con las que he almorzado, rato antes, en el centro. “No, me voy a llevar a mi asistente y a dos de mis becarios”, les he contestado.

La primera, en la frente: el autobús no me deja exactamente donde quiero ir y aquí en Sevilla, ya lo saben si ven la televisión, los termómetros se nos disparan alegremente los tres meses de verano. Sucede que en esta estación cambian los recorridos del transporte público para que la gente de zonas más cercanas al centro -y más pudientes- no tenga que esperar tanto. Y a los de Los Pajaritos, que les den. Precioso.

Caminando llego al epicentro del barrio, hoy un sopor de calles vacías. Todas tienen nombres de aves y escasa sombra. Observo que hay mucha ropa tendida en las ventanas, señal de que aquí los vecinos no se van a la playa.

Los bloques tienen esa mala leche arquitectónica del tardo franquismo, viviendas construidas a la baja, de unos 30 o 40 metros, para recordarle al obrero que sólo podía ser eso, un obrero. Las ventanas son escuetas, la pintura de las fachadas está descascarillada. Me vienen a la cabeza los últimos titulares: pobreza, homicidios, aumento del narcotráfico.

Pero echo un vistazo y, la verdad, no veo a mi alrededor nada que me sea ajeno o que me produzca temor. Sevilla, como cualquier urbe española, está cuajada de barriadas así, con casas pobretonas y feas, con malas planificaciones.

Que haya pobreza en el barrio no implica que una la vea a simple vista ni tampoco que este asunto sea sistemáticamente un sinónimo de marginalidad, con la que no me toparé en todo el día a pesar del empeño de los medios locales y algunos nacionales en recalcar la creciente peligrosidad del terreno.

Se aprecia, esto sí, el descuido del Ayuntamiento, un olvido que dura años y contra el que, me contarán más tarde, llevan años peleando los vecinos, los mismos que en los ochenta se organizaron para acabar con la droga en sus calles a golpe de manifestaciones.

En una taberna, junto a un trozo olvidado del acueducto que en su día surtió de agua a Sevilla, dos señores beben un oloroso. El dueño, absorto, mira por el cristal. “¿Me pone una Coca-Cola?”, le suplico. En lo que me recupero echo un vistazo a webs de alquiler para ver cómo están los precios por allí. Por 300 euros, puede uno alquilarse un piso de tres habitaciones.

Llamo por curiosidad a una inmobiliaria de la zona para interesarme por uno de ellos. No han encontrado la manera de darle candela al marketing y me lo han vendido fatal. “Me lo pienso y ya si eso les llamo”, murmuro antes de colgar.

“¿Estás buscando piso aquí?”, se interesa un nuevo cliente en la barra que ha escuchado mi conversación. Confieso. Le digo que he venido para escribir de la pobreza del barrio. “Otra. A ver si en algún momento dicen algo bueno de nosotros, que parece que somos el único sitio con problemas en Sevilla”, me increpa.

Surgido para acoger a familias desplazadas de otras zonas de la ciudad y, posteriormente, rompeolas de los que llegaron de los pueblos para trabajar aquí, sus habitantes -hoy personas mayores e inmigrantes en su mayoría- tienen la renta per capita más baja de España, 12.307 euros anuales.

El año pasado, cuando también Los Pajaritos encabezó este ranking de la miseria, la cifra era de 12.614. Están por debajo del umbral de la pobreza. “Pues sí, la cosa ha ido a peor, pero aquí seguimos siendo gente trabajadora. Que hay droga, pues la habrá, como la hay en el centro, ¿sabe usted?”, insiste mi compañero de barra. Sí, claro que la hay.

Esta idea la corroboro poco después con Manuela, un ama de casa y costurera encantadora. Tiene 78 años y aún conserva su acento de Estepa, localidad que abandonó hace cuatro décadas para venirse a vivir a Sevilla. Muchos años después, “con mucha fatiguilla”, su marido y ella lograron comprarse un pisito en la playa, en Ayamonte, donde se refugia del calor en días de fuego como este.

“Me vine con mi marido cuando terminó la mili. Y conocimos la época buena de Los Pájaros. La de las costumbres que nos trajimos los primeros vecinos cuando dejamos nuestros pueblos, la de los que nos dedicamos a trabajar mucho para que nuestros niños vivieran mejor. En mi bloque éramos 15 vecinos y todos nuestros hijos hicieron carrera, de aquí ha salido gente muy buena”.

- ¿Y qué opina, Manuela, de las noticias que salen de su barrio?

- Verás, aquí hay de todo, como en todas partes. Pero la mayoría de la gente ha sido trabajadora. No entiendo por qué Los Pájaros siempre suenan tan mal. Hay zonas más agradables que otras pero, en general, es un barrio normal.

- ¿Qué ha cambiado estos últimos años?

- Que se han ido muchas personas, muchos jóvenes… Antes, en una casa vivían cinco o seis y ahora, una o dos a lo sumo. Quedamos los mayores y gente que ha venido nueva, muchos de fuera. La convivencia con ellos es amable, aunque no es como lo de antes, cuando había más vida vecinal. Ahora estamos cada uno en su casa y dios en la de todos.

- ¿Se siente más insegura en su barrio ahora que antaño?

- Nunca me he sentido insegura aquí. Ni me han robado ni me han intentado dar un tirón… nada. No se oyen peleas ni robos. Pero lo que sucede es que pasa cualquier cosa y lo dan cien veces en la radio. Venga a hablar mal de Los Pájaros. Pues no, en todos sitios cuecen habas.

- ¿Nunca quisieron marcharse de aquí?

- Podríamos haberlo hecho pero no vimos por qué. Me siento a gusto en mi barrio, hay gente respetable y buena. Uno no puede catalogar a las personas por dónde vivan. Yo no me avergüenzo como otros de decir que resido donde resido.

- ¿Sigue habiendo un comercio local, una vida de barrio?

- Menos que antes. Teníamos un pescadero muy bueno al lado de mi casa que me traía un pescaíto estupendo. Pero tuvo que quitar la tienda porque su clientela ha desaparecido. Aquí el verdadero negocio es la farmacia de la calle Gorrión, porque los vecinos somos muy mayores. Lo que hay es mucha soledad, menos vivir con los que te rodean. Están los jóvenes con los cacharros y les digo: “¡Pero si aquí estamos vivos, si nos tenéis al lado! ¿No preferís hablar con nosotros?”.

Sigo paseando por Los Pajaritos. Ha bajado un poco el calor y hay más gente en la calle. Chavales de diferentes etnias juegan al fútbol en una plazoleta y señoras en zapatillas toman el fresco, por llamarlo de alguna manera, en butacas junto a los portales.

No se lleve a engaño: la estampa dista de ser idílica, el barrio está como está y los números así lo dicen. Pero pienso en la frase de Manuela: una cosa es la situación y otra cómo son las personas, independientemente del dinero que tengan en el bolsillo. Por desgracia, con demasiada frecuencia, la pobreza queda sí o sí vinculada a la maldad o al peligro.

Ese maridaje injusto molesta sobremanera a Marta G. Navarro, una periodista vinculada al distrito desde su infancia y que desde el ejercicio de su profesión trata de reducir el estigma al que ha sido condenado Los Pajaritos.

Su familia se mudó allí tras la riada del 61 en Sevilla. Posteriormente, su madre emigró a Barcelona y regresó años después. En cuanto pudo, Marta también se compró un piso en esta zona por la que, como Manuela, camina segura, con su iPhone 6 en la mano, sin disimulo.

“Decidí quedarme como también lo han hecho otros jóvenes Cuando pusieron el metro, se creó mucha ilusión. Los extranjeros que tengo como vecinos son gente que quiere estar tranquila, que está integrada. Además, no hay tanta inmigración como dicen los medios. Lo que sí es cierto es que hay más paro en la zona”, comienza contándome.

Navarro está muy al día del movimiento que partidos como Izquierda Unida y Podemos están desplegando en estas calles, que hoy cuentan con un supermercado social. La Parroquia también está muy implicada en cuestiones sociales. En lo malo, cita el abandono “lamentable” que, asegura, sufrió Los Pajaritos durante los mandatos de Zoido, el ex acalde y hoy ministro de Interior. “La limpieza neumática de riego no llega al barrio”, ejemplifica.

El pasado año, por fin, el PSOE puso luces de Navidad para regocijo de los vecinos. También se ha mejorado el Parque Amate, dejado de la mano de las autoridades hasta hace muy poco tiempo.

“Ahora está precioso. Se batalló mucho por Twitter para que lo sembraran. Me gustaría que más gente viniera a verlo. Es que siempre tenemos el obstáculo de los medios. Se están haciendo cosas, hemos vivido algunas actuaciones para mejorar la estética local pero luego sólo escuchamos en los medios hablar de la droga. Pues sí, la hay, pero no se hace nada y eso que tenemos la comisaría más grande de Sevilla en frente.”.

Navarro estudió en el instituto de la zona, el Salvador Távora, de cuyas aulas han salido artistas, cantantes, profesores, escritores, empresarios teatrales…. El Arrebato también procede de aquí y lo lleva a gala, me recuerda. “Mi centro tendría mala fama pero yo saqué tres dieces en Selectividad, nos prepararon bien”.

“¿Sabes por qué quiero seguir viviendo aquí?”, pregunta. “Porque es un barrio auténtico, real. Es la Sevilla que recuerdo de pequeña, de calles empedradas, de vecinos con las hamacas en las calles, la del sonido del afilador, la de gente que todavía conversa y se saluda”.

Antes de despedirnos, me recomienda los caracoles del bar de la rotonda del 1º de Mayo, donde se citan a tapear comensales de toda la ciudad. “Claro que hay buenos sitios para comer. Está muy bien Mariscal, de cocina más moderna. Y el kiosco del parque, que es súper agradable para días como este. O la confitería La Mula, que siempre ha tenido mucha fama...”.

La propia Marta me recomienda que hable con un otro ex vecino orgulloso de sus orígenes, Jesús Romanov. Fue un chaval de Los Pajaritos y hoy es profesor de Historia del Arte e Historia en un centro de Secundaria.

Su padre era uno de los exiliados de los corrales de Triana, familias que fueron trasladadas a este ensanche creado para las clases desfavorecidas. “Cuando yo era niño, era un barrio que iba bien. Mis amigos y yo éramos hijos de gente que tenía su cochecito y que podía irse de vacaciones. Luego es cierto que la droga y el sida hicieron mucho daño, pero siempre hubo mucha conciencia de los vecinos para paliarlo”.

Aunque Romanov reside hoy en el casco histórico, regresa con frecuencia para visitar a sus padres. Entre el paisanaje, reconoce a nuevos habitantes: subsaharianos, magrebíes… la gente sobre la que la crisis se ha cebado con mayor virulencia. “Coincido en que la inmigración no es el problema; lo es el envejecimiento del barrio y el bajo nivel socioeconómico. También el urbanismo. Veo con mucha pena que no se dé una solución a los bloques que se caen”.

Con todo, prosigue Jesús, que también se educó “con excelentes profesores” en el Salvador Távora, la Sevilla pintoresca de la que tanto hablan algunos columnistas y escritores, sigue latente en Los Pajaritos.

Su infancia son recuerdos de plazoletas del desarrollismo, de bloques sociales que conservan el logo de la Falange, sí. Pero también de balcones llenos de macetas y del olor azahar trepando hasta el quinto piso en primavera. De debates en la puerta del instituto, del grupo de teatro… “En mi centro me enseñaron a ser crítico, a luchar por mis derechos. Tuvimos un gran profesorado al que habría que cuidar más”, agradece. Y concluye:

“Lo que recuerdo es un barrio con mucho color. Los Pajaritos es también gente que se preocupa por otra gente. Bonito no es, no, pero los pueblos los hacen las personas”.

Como Marta, algunas veces Jesús se lleva a sus amigos del centro para que conozcan sus raíces y para degustar los serranitos de uno de los bares cercanos al Parque Amate. Me acerco a hacer lo propio antes de regresar caminando hasta mi casa. Están estupendos, la verdad. Merece la pena probarlos y también sacudirse el polvo clasista que todavía cubre mi ciudad.

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