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Decir que haces microteatro está muy mal visto entre la gente del cine y la tele

Yo dirigí un microteatro, gané dinero, y reconozco que no quiero volver a hacerlo: es denigrante

En 2009 nació la primera sala de microteatro en Madrid, en un antiguo prostíbulo cercano a la Gran Vía, en la Calle Loreto y Chicote. En el sótano, se construyeron varias salas diminutas, como una colmena. El pasillo era un hervidero de espectadores entrando y saliendo cada 12 minutos, cuando empezaba una nueva sesión. Hablo en pasado, pero todo sigue igual.

-Microteatro

MicroteatroPexels

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Ahora, nueve años después, el formato ha sido copiado hasta la saciedad en todo el mundo. Ha sido un éxito, aunque los fundadores de la primera sala no estén rentabilizando la patente. Cualquiera monta un microteatro en un rinconcito de su bar. Así florecieron las salas de “micro”, incluso en Getafe (más indie no se puede ser) y el formato subió como la espuma, gozando de un momento de gloria hacia 2013.

Hoy no hay nada más decadente que hacer un evento de Facebook para avisar a los amigos de que vayan a ver tu microteatro. Tal vez las cosas se han puesto en su sitio: el microteatro no tiene nada de “orgánico” ni de experimental y fomenta mendigar el apoyo de los amigos, para que corran la voz, vayan a verte y paguen el impuesto revolucionario de cuatro euros que cuesta la entrada.

Uno de los graves problemas del formato es que las salas de microteatro exitosas han apoyado la endogamia más pura, dándole cabida solo a gente cercana a los fundadores (si ves los programas, casi siempre son los mismos) y la calidad ha sido esa: entre lo pésimo y la vergüenza ajena.

¿Pero cómo resultan tener éxito si tan malas son sus obras? Por la vida 'malasañera' que se genera alrededor y por inyectar actores reconocibles de la tele de vez en cuando. ¿A quién no le apetece meterse en una salita diminuta de prostíbulo durante 10 minutos con una estrella televisiva y por solo 4 euros? Y por mala que sea la obra, son solo 10 minutos.

Las otras, las salas de microteatro no exitosas, las del extrarradio, cogen a cualquiera que tenga un guión y un par de actores. Y no, no son obras exitosas, pero es un valor añadido al bar, y les sale gratis. Porque, como todo el teatro indie de España, las salas de “micro” también pagan a taquilla. Es decir, no ponen un euro de fijo, y sólo reparten beneficios si los hay.

Cuantos más amigos llevas y pagan entrada, más ganas, y si tu obra era “pasable” se convertía en un hit. Porque se corre la voz rápidamente cuando una obra de microteatro merece la pena, es como si Jesús regresara a la Tierra, un acontecimiento importante.

Pero estamos en 2018.

En la última gala de los Premios Feroz, Julián López enmudeció a más de uno con su humor kamikaze. Entre sus perlas recordó a Yohanna Cobo, y preguntó “¿Dónde está esta joven promesa que debutó con Pedro Almodóvar? Ah, no ha podido venir, está trabajando, haciendo un microteatro…”.

Y se escuchó una sonora carcajada entre los asistentes. Lo gracioso es que ese microteatro de Yohana Cobo se hizo el año pasado, pero no se lo perdonan. Servir copas sería mejor. Decir que haces microteatro está muy mal visto.

Yo hice una obra de “micro” en la época de esplendor, mientras que en la sala del lado hacía el suyo Leire Martínez (de La Oreja de Van Gogh), por poner un ejemplo. Casi todos los días había algún famosete haciendo su “micro”, aún era cool. A nosotros, nos dieron el horario de madrugada, “la sesión golfa”, de los viernes y sábado. O sea, los restos (de los restos) de lo indie.

La obligación del director es pasar la noche en el bar, recibiendo a los amigos que se pasan a ver la obra. No es obligatorio, pero hacer presión para que vayan es parte del negocio. Mientras, esperas a que llegue el momento de montar o desmontar el escenario en el cambio de turno.

La colmena de salas del sótano parece agitada por un enjambre cuando ocho compañías de microteatro se mueven a la vez por los pasillos intentando mover los muebles, vestirse y maquillarse a la vez. Un codazo, mínimo, te llevas, eso es todo lo “orgánico” que tiene el formato.

De madrugada a veces había 10 espectadores (casi el máximo que permite la sala) y a veces solo dos, y borrachos. Al terminar la sesión las dos actrices me cuentan que esos dos borrachos no paraban de reír, pero no por los chistes del guion, sino porque estaban pasadísimos.

Al final, ganamos unos 900 euros, a repartir entre dos actrices y yo, por seis sesiones de diez minutos, dos días por semana, durante un mes. No lo pasamos mal, pero fue como aguantar una novatada, no repetiría, mis amigos no se lo merecen.

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