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EN UN CENTRO DE SALUD SEXUAL

Pasé el día haciéndome pruebas de enfermedades de transmisión sexual

Si una quiere salir ilesa de una mañana en un centro de salud sexual público, debe atenerse a tres valores fundamentales: madrugar, esperar e INSISTIR. En algunas ocasiones, ante médicos que se creen magos que pueden adivinar si tienes o no tienes una ETS sólo por tu aspecto físico y el color de tu aura, también deberás añadir una nueva arma a tu tríada de poderes: la exageración (o incluso la mentira). Si quieres saber cómo hacerlo, paso por paso, aquí te lo cuento.

-Mis piernas subida en el potro ginecológico

Mis piernas subida en el potro ginecológicoSabina Urraca

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Si me permiten que empiece por el final, les contaré que al llegar a casa del Centro de Salud Sexual estaba muerta, absolutamente agotada, con el cerebro frito de aberración, contradicciones y trato de mierda. Dormí una siesta de cuatro horas y desperté confundida, mucho más confundida de lo que habitualmente estaría después de tantas horas durmiendo. En mi cerebro giraban incesantes todas las muestras de trato absurdo que había tenido que tragar esa mañana.

Había acudido con mi amiga T. a un centro de salud sexual público de la Comunidad de Madrid con la intención de hacer una inmersión completa: contar un historial de pequeñas irresponsabilidades, aprovechar para hacer preguntas veladas al personal del centro (siempre desde el punto de vista de paciente; en ningún momento dije que fuese periodista), conseguir que me hicieran pruebas, hablar con el resto de pacientes que esperaban angustiados en las salas de espera y marcharme a mi casa.

Pensé que recibiría información, seguridad con respecto a las pruebas, tranquilidad. Lo que obtuve, en cambio, fueron todo tipo de opiniones cruzadas, un trato que, más que ir acorde con el historial sexual que les relataba, se adaptó a la imagen que proyecto (mujer blanca, heterosexual, modosita, bien educada).

Fui considerada población de bajo riesgo

Todo este cúmulo de horror, añadido al hecho de que nos habíamos levantado a las 6 de la mañana para poder coger número en el centro, se llevó por delante toda mi tranquilidad. No temía por mí (sobreinformada por una hipocondría que, sin llegar a devorarme, me mantiene atenta y viva), sino por la cantidad de mujeres -sí, hablo particularmente de mujeres, puesto que en ese centro, por el hecho de ser mujer, fui considerada población de bajo riesgo- que acudirían a ese centro en busca de ayuda y recibirían un "No te preocupes, nena, que tú no tienes nada de nada, seguro", con el que se marcharían a casa tan contentas, sintiéndose a salvo de las ETS, aunque quizás tuviesen alguna secretamente implantada en sus entrañas.

Y es que, si una quiere salir ilesa y correctamente testeada del centro en el que pasé la mañana, debe atenerse a tres valores fundamentales: Madrugar, aguantar e INSISTIR. Pero, sobre todo, madrugar. Al ser un centro público y gratuito situado en el centro de Madrid, la clínica en cuestión se llena cada día hasta los topes.

A las 6 y media de la mañana ya hay una cola de gente -en su mayoría hombres- que espera tiritando por fuera del edificio cerrado. La cola se respeta religiosamente hasta que abre el centro, a las 9 de la mañana. Entonces pasamos por orden por la mesa de recepción, en la que se nos pregunta si tenemos historial en la clínica o si es la primera vez que acudimos y por qué lo hacemos.

Aguzo el oído para escuchar las respuestas de los demás: casi todo el mundo quiere hacerse un chequeo general, y algunos hombres, generalmente con una carpeta bajo el brazo, van a que les realicen un seguimiento de la medicación para el VIH.

En función de si disponemos de un historial o no, se nos asigna una sala de espera. Aún debemos esperar una hora más para que comiencen los turnos de visita. Me acompaña mi amiga T. Aunque ya hemos desayunado, contemplamos la posibilidad de tomar otro café en un bar cercano; la espera, a esas horas de la mañana, se hace demasiado cuesta arriba. Finalmente, decidimos quedarnos a sumergirnos del todo en el ambiente del lugar.

Observo el panorama: hay una atmósfera de intranquilidad, aunque llama la atención la amabilidad entre desconocidos, las bromas, el respeto. Se respira una indulgencia que nos abarca a todos, el compañerismo de la terapia de grupo. En el silencio de la sala de espera, podríamos cortar la incomodidad con un grito de tribu que dijese: "Somos un desastre y por eso estamos aquí".

Imaginen qué cuatro horas más sabrosas, pasando frío en la semioscuridad de la mañana madrileña con el alma angustiada y un prurito genital reconcomiéndote, con la culpa pesando sobre la cabeza y tus genitales secretando un pus verdoso, y después en la sala de espera, recostado contra las paredes de gotelé color mostaza, observando pósteres amenazantes con fotos de herpes genital.

Recuerdo que las primeras veces que acudí a ese centro, hace casi diez años, con el alma en vilo, no tuve la serenidad de observar bien al personal que me acompañaba. Mi terror era tal que sólo nos veía a mí misma y mi potencial venérea creciendo dentro de mí.

Trabajadoras del sexo que van a hacerse un chequeo

Ahora, diez años después, espoleada sobre todo por el interés periodístico y con la conciencia relativamente tranquila, capto muchos más matices que hace años. En aquel momento me sorprendió ver que había pocas mujeres de mi edad, y que, por alguna razón, las que había esperaban en masa en una sala distinta, con una actitud distendida, como si estuviesen acostumbradas a estar allí. Hoy comprendo que son trabajadoras del sexo que van a hacerse un chequeo.

De hecho, si hubiese que establecer dos grandes grupos entre los pacientes que acuden a este centro, estos serían: Uno, hombres homosexuales de 18 a 50 años, y dos, mujeres prostitutas de 25 a 60. Obviamente, hay algún que otro personaje que no conseguimos clasificar, y está claro que nosotras dos, mi amiga T. y yo, somos dos ejemplos de pacientes que se salen un poco de la norma.

Somos derivadas a una sala de espera llena de hombres gays y una pareja heterosexual que parecen escapados de un vídeo sobre la hipoteca a tipo fijo. Lanzan risitas, se miran, cuchichean algo: parecen no tener confianza, estar construyendo los cimientos de su relación, allí en el centro de venéreas. Dos muchachos recién salidos de la adolescencia juegan al rol con cartas de Magic.

Orgías con MDMA

Mi amiga T. y yo preparamos nuestros discursos, perfilamos nuestros personajes. Para saber las reacciones de los médicos ante distintas situaciones, hemos decidido hace días que cada una, una vez en la consulta, nos convertiremos en personajes con un pasado sexual de ficción. Su personaje es una chica que ha tenido varias experiencias de sexo en grupo sin ningún tipo de protección en los últimos meses.

Nunca se ha hecho pruebas de nada. Ha tenido sexo oral, vaginal y anal sin protección. La doctora que la atiende la previene con la siguiente afirmación: "¿Sabes que a esas orgías van muchos hombres bisexuales?". T. carraspea, sin saber qué decir.

La doctora la advierte sobre el peligro de esas "orgías con MDMA", como las llama ella, y le manda hacer un exudado vaginal, un exudado anal y una toma de muestras bucal (en busca, entre otras cosas, de clamidia, gonorrea y sífilis), y una analítica de sangre para VIH y hepatitis.

Cuando vuelve a la sala de espera después de hacerse todas las pruebas, a mí aún no me han llamado. Nos reímos de esa leyenda absurda, que no sabemos muy bien por qué ha mencionado la doctora, de los hombres bisexuales infiltrados en las orgías que atentan contra la pureza de las buenas chicas heterosexuales que pensarán que somos nosotras.

Soy una chica cuyo novio tuvo relaciones sin protección con otra mujer

Pero el celo con el que se han tomado la búsqueda de venéreas en distintas partes de su cuerpo me da cierta seguridad. Pienso que conmigo procederán de forma similar. No imagino cuánto me equivoco.

Cuando es mi turno, represento mi personaje: soy una chica cuyo novio ha tenido relaciones sin protección con otra mujer, y esa mujer nos ha llamado contándonos que tiene clamidia y gonorrea, con lo cual estoy aterrorizada (es decir, finjo que lo estoy).

He tenido la suerte/desgracia de que me toque consulta con el doctor B., un médico especializado en venéreas con una larga carrera a sus espaldas, bastante famoso en los círculos de adeptos al centro de salud sexual por su socarronería rayana en la falta de respeto total. No hay un solo instante en el que el doctor no esté burlándose de mí.

Cuando escucha mi historia, se gira hacia los residentes (dato importante: en este centro, en todas las consultas, aparte del médico, una puede encontrar un enjambre de cuatro o cinco médicos residentes muy jóvenes que, no contentos con estar presentes, opinan, preguntan, y, en algunos casos, secundan y apoyan con risitas las bromas del doctor B.) y declara: "Bueno, es imposible que tenga esas dos cosas juntas".

Yo me encojo de hombros y espero. Por alguna razón, el doctor B. insiste en que no es necesario hacerme las pruebas, que lo mejor es que acuda mi novio y se las realicen a él. Le digo que lo mismo da, y que qué le importa hacérmelas, y ya de paso hacerme las analíticas de sangre para VIH y hepatitis, ya que estoy allí.

'¿Te acuestas con hombres gays?'

Sin dejar de sonreír burlonamente, me espeta: "¿El VIH por qué? ¿Te acuestas con hombres gays?". Una no está preparada para estos momentos terribles de la vida. Es como cuando un señor te toca el culo por la calle y la insolencia del gesto te deja seca, sin saber qué decir. Con el doctor B., la atmósfera de violencia es densa, impracticable, como si la conversación fuera una pelea de pandilleros en una callejón oscuro. Intento hacerle razonar, pero se niega en redondo a hacerme las pruebas del VIH.

Me dice: "Si quieres que te haga las pruebas, ten relaciones con condón durante tres meses, que es el periodo ventana para el VIH, y después me cuentas". Fuerzo un poco la situación, y le digo que en el pasado he sido muy irresponsable, a lo que me responde: "Aquí no hemos venido a flagelarnos".

Lo único que se me ocurre pensar, viendo esta resistencia a hacerme las pruebas, es que no va a malgastar el dinero de la sanidad pública en una mujer de aspecto candoroso (esto no lo digo yo, lo dicen los médicos que a lo largo de mi vida no han querido hacerme pruebas de ETS, lo dicen los seguratas que cuando pito en los arcos de salida con varias planchas de salmón ahumado y una botella de vino en el bolso me dicen "pasa, pasa, tranquila" y me dejan ir tan ricamente), que quizás incluso ha sido aleccionado en un protocolo por el cual, si no eres un hombre homosexual con restos de lefa en las comisuras, el acceso a las pruebas debe serte vetado.

Gonorrea, clamidia y sífilis

Salgo con mi papelito que solicita exudado vaginal con búsqueda de gonorrea, clamidia y sífilis, absolutamente desconcertada, y comparto la experiencia que acabo de tener con mi amiga T. A ella le han buscado por coño, culo y boca, le han preguntado si se prostituye, cuántos hombres y cuántas mujeres se ha pasado por la piedra (en el último año y en la vida entera), si toma drogas, si ha estado en orgías, si comparte juguetes sexuales con sus amantes mujeres, si ha tenido relaciones con desconocidos, si usa aplicaciones móviles para encontrar parejas sexuales.

A mí no me han preguntado nada. Nos preguntamos si esta clara diferenciación se debe a que ella tiene tatuajes en los nudillos y acento sureño, y yo cara de monja mema y acento neutro. Porque, si algo nos va quedando claro, es que estamos en la fiesta de los estereotipos.

Entiendo que esta gente trata a diario con cientos de personas, que han aprendido a establecer un patrón, pero me niego a pensar que miles de pacientes queden sin diagnosticar cada año simplemente por una cuestión de protocolos estereotipados.

Precisamente, por no ser sólo paciente, sino una periodista que intenta rebuscar en los márgenes, en la cifra fuera del estereotipo, este año escribí un artículo sobre mujeres que han sido contagiadas de VIH por sus maridos y parejas, he hablado cara a cara con estas mujeres (monógamas, de clase media y media-alta, heterosexuales) que un día, por pura casualidad, descubrieron que eran portadoras de un virus que a ellas les sonaba a yonquis y putas pinchándose en un portal.

Pero no sólo hay que mirar en los márgenes del estereotipo: Hace tres años, una amiga contrajo clamidia. Permaneció sin diagnóstico dos meses. El resultado: inflamación pélvica extrema, hasta el punto de que la medida a tomar fue radical: extirparle los órganos sexuales internos, causándole infertilidad.

La enfermera que me realiza el exudado vaginal

Hará un par de meses, otra amiga consiguió -tras insistir mucho y recibir comentarios del tipo "te estás obsesionando con este tema, relájate" por parte de amigos y médicos- que se le realizaran las pruebas de la clamidia. Cuando recibió el diagnóstico -positivo para clamidia- enfureció. ¿Por qué había tenido que luchar con uñas y dientes para conseguir un diagnóstico, por qué había sido tratada de loca cuando lo pedía?

Es inevitable preguntarse por qué, si la clamidia o la gonorrea son enfermedades que pueden causar tremendos desastres en el organismo, y que se pueden eliminar tomando un antibiótico específico, no se realiza la prueba a todo el mundo como rutina, como se hace en Estados Unidos.

Cuando se lo comento a la enfermera que me realiza el exudado vaginal, esta me indica que, bueno, que de alguna forma la irresponsabilidad es del paciente. Es cierto, me digo, que el paciente suele ser responsable de su contagio, pero, ¿acaso se le niegan las pruebas y la medicación para la hipercolesterolemia a un paciente que se ha inflado a comida basura y sedentarismo?

¿No se le ofrecen análisis y tratamiento a un enfermo de cáncer de pulmón que sigue fumando? No puedo evitar pensar que el duro juicio hacia las personas afectadas de ETS está sustentado en una moral judeocristiana que castiga el sexo más que el resto de placeres riesgosos de la vida.

Por si fuera poco, la enfermera, a la que intento sonsacar la máxima información posible mientras ella hurga en mi vagina con una especie de bastoncillos para los oídos muy largos, me confirma que en el centro ven casos de clamidia a puñados, y que verían muchos más "si en muchísimos casos la clamidia no fuese asintomática, así que debe haber por ahí no sé cuánta gente con clamidia pululando".

Cuando le pregunto por qué entonces he recibido tanta resistencia por parte del doctor para mandarme las pruebas, tuerce el gesto, se encoge de hombros, no me responde. Cuando le pregunto por qué, si esta enfermedad es algo tan extendido, el español medio no ha oído hablar nunca de ella, repite el gesto y sigue en silencio. Mientras tanto, un grupo de médicos residentes jovencísimos pasan a la sala de toma de muestras con el doctor B., y, sin siquiera saludar o pedir permiso, se asoman uno a uno a mi anatomía.

"¿Veis? Todo parece normal", dice el doctor B. Cuando todos han admirado la textura de mi cuello del útero y las muestras están tomadas, la enfermera me retira el espéculo y me ordena que me vista. Le pregunto acerca de este acto salvaje de falta de intimidad, a lo que me responde que estamos en un centro público, que esto es así.

Salimos del centro mareadas de información contradictoria, sintiéndonos estereotipos andantes, sacos que examinar libremente, fotos de libros de medicina. Nos reímos de toda la situación, pero persiste una sensación de violencia.

Ellos se han quedado con nuestros flujos, pero también con un pedacito de nuestro derecho a ser tratadas como personas, y no como idiotas infantilizadas. En una semana podremos venir a por los resultados.

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