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El arte no nos necesita

¿Eres capaz de aceptar que, como espectador, eres prescindible?

Si un grupo de amigos quisiera definir qué es arte, probablemente, llegarían a un esbozo acertado pero con muy pocas coincidencias. Nadie entiende el arte contemporáneo. Las pinturas de Joan Miró las hace hasta un niño de cinco años. Y los surrealistas, bueno palabras mayores, seguirán por siempre reflejando el estado de unos “locos”.

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El arte contemporáneo se nos escapada de las manos, hemos perdido la esperanza de entenderlo y nos resulta mucho más fácil sumarnos a la causa común y asumir que no hay por dónde cogerlo.

Si, además, la sala que alberga la obra de un artista actual, lo que expone es una performance y no una serie de cuadros o esculturas medianamente identificables, solo puede ir a peor.

“Una perfo” subestima nuestra capacidad de raciocinio y nos devuelve a la realidad más cruel y ruin.

La culpa no es nuestra, es del que hace una cosa extrañísima que, salvo algún mecanismo que nos permita colarnos en su mente o que la madre del artista esté allí presente contando a quién lo requiera que su niño siempre fue un poco rarito, se nos escapará como agua entre las manos.

Pero qué sucedería si esa cosa amorfa a la que intentamos acercarnos no nos necesita. Hemos otorgado a nuestro rol pasivo de espectador, buscar en Wikipedia unas horas antes “cómo entender a Velázquez” no es acción, un lugar tan prestigioso como el del artista.

Esperamos el día gratuito o el horario con descuento, ingresamos con una mochila que siempre pita en el control, es la botellita de agua.

¿A quién se le ocurre prohibir líquidos en un museo? Nos acercamos con un respeto absoluto a la imagen del 1700 que un rey mandó pintar. Nos quedamos boquiabiertos, con los brazos en jarra, contemplando ese cuadro que tiene que gustarnos porque es una obra de arte, por eso está en un museo de este calibre.

Ya que estamos recorremos todo lo que podemos, incluido el baño, la cafetería y la tienda de regalos. Dos horas dan para mucho. Salimos con la cabeza en alto, sintiéndonos mejores personas, ciudadanos que ahora sí tienen algo que aportar a su comunidad.

No hemos entendido mucho, los carteles informativos cada vez son más pequeños, de lejos no llegamos a ver bien si es Alfonso XII o XIII, pero vamos, la idea está muy bien representada.

A pocos metros hay una sala de arte joven, arte contemporáneo puro y duro. No se cobra entrada y los artistas que exponen allí llegan mediante una ardua selección. Lo moderno no nos llama la atención. No otorga mérito social.

¿Quién presume de haber visto una performance? ¿Quién comenta con seriedad académica una escultura hecha con manzanas y gominolas?

Tal vez, los artistas actuales no estén buscando espectadores. Esa realidad cruel a la que nos lleva lo contemporáneo no es más que un lugar que no nos gusta.

Seguramente que a Goya, o Rembrandt, tampoco le gustemos como espectadores de su obra, pero no pueden quejarse.

Los artistas solo nos necesitan para justificar, de alguna manera, que hacen algo con visibilidad. Es parte del sistema, no de su interés. Si la gente no va a una sala de exposiciones, las subvenciones se reducen.

Las becas de 400 o 500 euros se otorgan con más facilidad a aquellos que hayan expuesto previamente.

La fórmula matemática sería algo así como, a menos salas que cuenten con ayudas económicas menos artistas que puedan exponer.

Si estos se quedan sin un espacio específico para exhibir tienen aún menos posibilidades de vivir de lo que hacen y optar a becas o incentivos por obra producida.

Sí, como decía Billy Wilder, algunas veces no nos mereces vivir en este planeta.

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