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El bullying no se ha detenido todos estos años

Si recuerdas quién sufría bullying en tu colegio, es que quizás tú también le hiciste daño

Si logras recordar quien era el blanco del bullying de tu colegio, probablemente te des cuenta de que tu también le hiciste daño, que incluso participaste en las palizas, aunque solamente fuera callando y sonriendo cuando los demás le humillaban. Hoy, en el mismo barrio, ha ocurrido exactamente lo mismo.

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Conocí a Carolina en el colegio, y estuvimos con ella desde los 3 años hasta los 12. Y no creo que pasara un solo día en su vida sin que alguno de nosotros le hiciera daño. Todos, incluído yo mismo. Lo cual resulta increíble porque precisamente yo era carne de bullying, y tal vez me salvé porque lo supe desde el primer día de cole, y puse todo mi esfuerzo en pasar desapercibido y en ser invisible.

A Carolina le pegué una bofetada, y nunca lo olvidaré. Ella estaba tirada en el suelo, ya había recibido golpes, escupitajos e insultos de todos los presentes, y solo quedaba yo. Me acerqué y se le pegué una bofetada. Lo hice a desgana, sin saber siquiera cómo poner la mano, y con el pudor de imprimir fuerza a otro ser humano.

Debía hacerlo para seguir siendo invisible. Y en cuanto lo hice, escuché la frase “¡Si incluso David le pega!”, y temí dejar de ser invisible, porque alguien estaba detectando que yo tal vez no tenía ese poder, que yo soy un mierda como Carolina. Porque yo, de verdad, tenía piel de paria, no de instigador, y saltaba a la vista.

No hace mucho busqué a Carolina en redes. Le pedí amistad en Facebook, y pensé en pedirle disculpas, no solo por aquella bofetada, sino por haber callado durante toda mi infancia, por jamás haber salido en su defensa y por haberme acostumbrado a pensar que es tonta y que se merecía todo lo mal que le tratáramos.

Una chica sentada
Una chica sentada | Pexels

¿Carolina era “tonta”?

Carolina era guapa, tenía unos ojazos verdes preciosos. Era alta, delgada y tenía buen color de mejillas (sé que es absurdo, pero recuerdo su color de piel, especialmente bonito). Siempre ayudaba si le pedías un favor. Y tragaba, tragaba todo lo que le echaran. Jamás devolvió la bofetada, y trataba de no llorar, aun cuando las patadas fueran a su tripa.

A simple vista nadie imaginaría que ella era la apestada de la clase. No tenía ninguna limitación física ni psicológica. No vestía de forma diferente al resto. Era solo una niña más. A veces pienso que Carolina era diferente porque le crió su abuela y había algo en su forma de hablar y pensar que a veces resultaba diferente. Pero a mi también me crió mi abuela ¿y qué?

Su mochila, su abrigo y su cuerpo valían menos. Que su ropa recibiera un escupitajo a media mañana era un clásico. Que le lanzaran tierra a los ojos en el recreo, también. Que su mochila apareciera en lo alto de un árbol ya incluso aburría…

Llegó un día en el que todos quedábamos por las tarde con amigos para hacer los deberes. Todos menos Carolina. Porque sí eras su amigo, tendrías que soportar la cruz con ella. Nadie podía reconocer nada positivo de ella, y menos ser su amigo.

No recuerdo que jamás ningún profesor la defendiera y nos explicara que no debíamos meternos con ella. Razón de más para que los más débiles no abriéramos la boca para defenderla. Es más, recuerdo cómo algunos profesores también se metían con ella y le decían que era muy repipi o que preguntaba demasiado.

Un día me regalaron un abrigo como el suyo

Yo heredaba la ropa de mis primos, que viven en otra ciudad, así que me hacía ilusión recibir su ropa, porque siempre era ropa “de mayor” que yo no conocía. Hasta que un día el regalo heredado era un abrigo verde oscuro con dos franjas horizontales finitas en el centro: naranja y otra blanca. Idéntico al abrigo de Carolina que estuvo usando durante cuatro años seguidos.

Es más. No podría recordar ningún abrigo de aquella época, ni mío, ni de mi familia. Nada. Pero recuerdo a la perfección el abrigo de Carolina. Y cuando ese diseño entró en mi casa y mi tío me pidió que me lo probara, me quedé petrificado. ¿Me iban a coronar como un mártir? ¿Ahora me escupirán a mí?

Traté de retrasar ponerme este abrigo, que ese día no llegue nunca. Hasta que mi abuela me obligó, y fui al colegio vestido como Carolina. Todo el mundo se dio cuenta en la entrada al colegio. Empezaron a señalarme, me preguntaron si era el de ella, me llamaron como a ella. Al sentarme en mi mesa colgué el abrigo lejos.

No sabía que aquel día era el peor para ser Carolina. Se estaba fraguando una vendetta, dos niñas de otra clase tenían ganas de probar a humillarla y hoy la cosa iba a estallar. Por lo que sé, Carolina no hizo nada por ganarse ese honor, solo ir al cole con su abrigo verde oscuro y ser ella misma.

A la salida del colegio, todas las clases se arremolinaron en un corro, las dos niñas esperaban a Carolina a la salida, y le pegaron patadas. Todos reían, parecía divertido. Yo me quedé inmóvil, vistiendo como ella, con miedo a mover un dedo y perder la invisibilidad, estaba a un palmo de caer al abismo.

Carolina logró zafarse de las dos niñas y siguió rauda por la calle. Pero ellas le siguieron, y no solo ellas, sino TODO el colegio. Probablemente éramos más de cincuenta personas en procesión, hacia su casa. Carolina era zarandeada por las dos niñas que se sentían estrellas de rock golpeando una guitarra eléctrica. Nadie hizo nada, salvo jalear y pasarlo en grande. Yo también fui. Pese a sentirme absolutamente ridículo vistiendo así, me pudo el morbo, y me sumé a la marabunta.

Todos llegamos al edificio de Carolina, ella subió, y durante diez minutos picaron insistentemente a su telefonillo. Parecía que algo grande debía de ocurrir. ¡Esto no puede terminar ya! Gritaron. Pero no había avances. Así que empezaron a tirar piedras a su casa, o a lo que ellos creían que era su casa. Salió un vecino que nada tenía que ver, le habían roto la ventana. Nadie se fue de allí.

La abuela de Carolina le obligó a bajar y echar a esa gente. Carolina bajó y recibió algunas patadas. Entre el público también había familiares de los niños de la comitiva que miraban el espectáculo entre curiosos y divertidos. Sí, padres y madres.

Carolina subió de nuevo a su casa. Y supongo que cada cual le empezó a cansar todo esto. Unos tendrían hambre, otros ganas de ir al lavabo. Y el espectáculo terminó. O casi, porque al día siguiente se repitió.

Hoy, como decía antes, en el mismo barrio, ha ocurrido exactamente lo mismo. Probablemente no hayamos aprendido nada. Cuando un niño llega al extremo de que la mitad de su clase le siga hasta su casa para humillarle y pegarle, es que TODOS los resortes que sostienen la lucha anti-bullying han fracasado. Y la culpa es de todos, de nosotros como compañeros, incluidos los parias que temen represalias.

Carolina no es su verdadero nombre.

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